Anda, pues sí, está. Y con foto. Qué guapo. Suspiro. Me recuerda a Chris Martin. Suspiro. Lo miro. Suspiro otra vez.
Un mes después lo busco de nuevo… sigue ahí.
¿Y si lo añadiera como amigo? Oye, que no es tan disparatado. A mí me piden amistad un montón de tíos que no conozco… a los que, por otra parte, no suelo aceptar, ni me quedo con sus caras ni nombres pero… ¿Y si lo añado como amigo? El “no” ya lo tengo, ¿qué podría pasar? ¿Qué pierdo? Es gratis ¿no? Así le doy la opción de que me conozca. La decisión queda en sus manos. ¡La pelota está en su tejado!
Pensará “¿quién narices es esta tía?” o peor… “Bah, la mirona ésta, pesada”. Pero bueno, así en cierto modo se fija en mí, ¿no? Que piense en mí, e incluso que hable de mí, aunque sea mal.
Venga, lo añado. Va.
Ya me estoy imaginando nuestra primera conversación:
- Él: Hola… ¿te conozco?”
- Yo: Todavía no
- Él: ¿Y por qué me has añadido?
- Yo: Porque eres guapísimo.
(Es que yo en los chats me crezco y soy la mar de ingeniosa)
La cosa seguiría más o menos así:
- Él: ¿Quedamos?
- Yo: Pues… vale!
Y ya, a partir de ahí, en cuanto me conozca, el enamoramiento será TOTAL, se dará cuenta enseguida de que somos tal para cual, poco después se vendrá a vivir a casa, me presentará a su familia, la boda, los hijos… Lo típico.
Como en una semana no me haya aceptado vuelvo a insistir.