En nuestras últimas horas en
Tokio decidimos volver a Shibuya, al famoso cruce de los pasos de peatones
imposibles que sale en todas las películas. Y es que había que verlo por la
noche, que decían que es como Times Square pero en versión japonesa. Siendo más
pequeño que en Nueva York (y qué no lo es), el dichoso cruce alucina a
cualquiera porque parece que un pis-pás se junta todo Japón en un mismo sitio.
Manadas de gente que aparecen de la nada atraviesan un cruce de dos grandísimas
avenidas con calma, pero en el más absoluto desorden. Decidimos entonces
repetir el truco que nos enseñó Yoshiko, nuestra guía, que era subir al
Starbucks, y desde ahí, un primer piso, grabar con el móvil un vídeo donde, en cuestión
de dos minutos se liaba pardísima.
Pero ése no fue el único vídeo
que hice. No contenta con grabar el paso por el cruce desde las alturas, se me
ocurrió filmar el caos desde dentro, grabándonos a nosotros mismos emulando a
Samanta Villar en 21 días. Me sentía de lo más tecnológica, de lo más japonesa
incluso, aunque sólo fuera para compensar el “exitazo” del día anterior en la
Electric City, el distrito tecnológico de Tokio. Yo, que iba dispuesta a
gastarme los yenes en una tablet molona, no conseguí hacerme entender con los
dependientes del local, que no hablaban una papa de inglés y no me atreví a
preguntarles sobre gigas y wi-fi por señas. Mi gozo en un pozo, pensé, pero no
podía salir de esa tienda sin comprarme algo, aunque fuera una funda del móvil.
Y eso hice, más bonica que na, para cuando me pregunten dónde me la he
comprado.
Tras disfrutar del cruce desde
todos los ángulos posibles, decidimos cenar en un sitio que, una vez más,
Yoshiko nos había enseñado. Junto a Shibuya, fuimos a un centro comercial
nuevecico con dos pisos enteros destinados a restaurantes de todo tipo. Días
antes habíamos comido allí mismo en un restaurante de Okinawa, el cual me hizo
una ilusión bárbara, pues me recordó a mi libro de inglés, donde se hablaba de
esta isla cuyos habitantes gozan de una vida tan sana que les hace vivir más de
cien años. El secreto de su longevidad, al parecer, estaba en su alimentación,
por lo que, fuera lo que fuera, yo me quería pedir ración doble. Así llegaron
las bandejas que elegimos por la foto con cinco cuencos que contenían
diferentes alimentos inidentificables. El que más me llamaba la atención era
unas tiras de algo que parecía calamar y que sabía a cacahuete y, más
intrigante aún, crujía en el interior de mi boca con un extraño cri cri. Y
debió ser mi cara de horror la que hizo que Yoshiko sacara su diccionario y me
informara de lo que acababa de ingerir. Medusa, me señaló con una sonrisa
orgullosa.
Estando solos P y yo decidimos no
arriesgar más de lo debido en nuestra última noche, por lo que fuimos a un
kaiten, uno de esos restaurantes donde la comida circula frente a ti en una
cinta transportadora. Así, escogiendo plato tras plato, nos pegamos una infleta
a sushi vergonzosa por una cantidad irrisoria. Al salir del restaurante, nos
dimos una vuelta por la planta para ver los demás, y nos emocionamos al
encontrar una taberna española que, como es típico en Japón, mostraba maquetas
de sus platos en la entrada. A pocas horas de volver a pisar suelo español, nos
maravillábamos ante las paellas, el jamón serrano o la tortilla de patatas.
Como estaba previsto, Japón nos
fascinó y no dejó de sorprendernos en ningún momento. Desde avistar geishas y
chicas Harajuku, hasta poder contemplar el gran Buda de Kamakura que salía en
los álbumes de cromos de P, cumplíamos así el sueño de toda una vida de visitar
un país que ya no nos parece tan lejano. Con cada reverencia, cada palabra
indescifrable, cada sonrisa, los japoneses mostraban su mundo acercándose a
nuestros corazones. Yo ya desde Murcia no puedo sino estarles agradecida por su
infinita generosidad.
Sayonara, arigato gosaimas!
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