lunes, 3 de septiembre de 2012

Arigato Gosaimas


En nuestras últimas horas en Tokio decidimos volver a Shibuya, al famoso cruce de los pasos de peatones imposibles que sale en todas las películas. Y es que había que verlo por la noche, que decían que es como Times Square pero en versión japonesa. Siendo más pequeño que en Nueva York (y qué no lo es), el dichoso cruce alucina a cualquiera porque parece que un pis-pás se junta todo Japón en un mismo sitio. Manadas de gente que aparecen de la nada atraviesan un cruce de dos grandísimas avenidas con calma, pero en el más absoluto desorden. Decidimos entonces repetir el truco que nos enseñó Yoshiko, nuestra guía, que era subir al Starbucks, y desde ahí, un primer piso, grabar con el móvil un vídeo donde, en cuestión de dos minutos se liaba pardísima.

Pero ése no fue el único vídeo que hice. No contenta con grabar el paso por el cruce desde las alturas, se me ocurrió filmar el caos desde dentro, grabándonos a nosotros mismos emulando a Samanta Villar en 21 días. Me sentía de lo más tecnológica, de lo más japonesa incluso, aunque sólo fuera para compensar el “exitazo” del día anterior en la Electric City, el distrito tecnológico de Tokio. Yo, que iba dispuesta a gastarme los yenes en una tablet molona, no conseguí hacerme entender con los dependientes del local, que no hablaban una papa de inglés y no me atreví a preguntarles sobre gigas y wi-fi por señas. Mi gozo en un pozo, pensé, pero no podía salir de esa tienda sin comprarme algo, aunque fuera una funda del móvil. Y eso hice, más bonica que na, para cuando me pregunten dónde me la he comprado.

Tras disfrutar del cruce desde todos los ángulos posibles, decidimos cenar en un sitio que, una vez más, Yoshiko nos había enseñado. Junto a Shibuya, fuimos a un centro comercial nuevecico con dos pisos enteros destinados a restaurantes de todo tipo. Días antes habíamos comido allí mismo en un restaurante de Okinawa, el cual me hizo una ilusión bárbara, pues me recordó a mi libro de inglés, donde se hablaba de esta isla cuyos habitantes gozan de una vida tan sana que les hace vivir más de cien años. El secreto de su longevidad, al parecer, estaba en su alimentación, por lo que, fuera lo que fuera, yo me quería pedir ración doble. Así llegaron las bandejas que elegimos por la foto con cinco cuencos que contenían diferentes alimentos inidentificables. El que más me llamaba la atención era unas tiras de algo que parecía calamar y que sabía a cacahuete y, más intrigante aún, crujía en el interior de mi boca con un extraño cri cri. Y debió ser mi cara de horror la que hizo que Yoshiko sacara su diccionario y me informara de lo que acababa de ingerir. Medusa, me señaló con una sonrisa orgullosa.

Estando solos P y yo decidimos no arriesgar más de lo debido en nuestra última noche, por lo que fuimos a un kaiten, uno de esos restaurantes donde la comida circula frente a ti en una cinta transportadora. Así, escogiendo plato tras plato, nos pegamos una infleta a sushi vergonzosa por una cantidad irrisoria. Al salir del restaurante, nos dimos una vuelta por la planta para ver los demás, y nos emocionamos al encontrar una taberna española que, como es típico en Japón, mostraba maquetas de sus platos en la entrada. A pocas horas de volver a pisar suelo español, nos maravillábamos ante las paellas, el jamón serrano o la tortilla de patatas.

Como estaba previsto, Japón nos fascinó y no dejó de sorprendernos en ningún momento. Desde avistar geishas y chicas Harajuku, hasta poder contemplar el gran Buda de Kamakura que salía en los álbumes de cromos de P, cumplíamos así el sueño de toda una vida de visitar un país que ya no nos parece tan lejano. Con cada reverencia, cada palabra indescifrable, cada sonrisa, los japoneses mostraban su mundo acercándose a nuestros corazones. Yo ya desde Murcia no puedo sino estarles agradecida por su infinita generosidad. 

Sayonara, arigato gosaimas!

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