En Bilbao a la playa se va en
metro, lo cual es una cosa que, por muy lógica que pueda parecer, a mí se me
hace rara sin poderlo evitar. Y sí, teniendo montones de playas magníficas esperándonos
en la costa levantina y haciendo allí 17 grados de temperatura máxima y un
cielo gris horrendo, las tres zagalicas nos empeñamos en ir a la playa, aunque
sólo fuera por verla. Nos habían recomendado ir a Getxo y ésa fue la opción
marcada en la máquina de tickets del metro. Sin embargo, cuál fue nuestra
sorpresa cuando, billete en mano, al buscar el sentido que seguir, vimos que
nuestra estación había sido tachada, eliminada de las paradas. No habíamos
subido al metro y ya estábamos liándola. Aun así, ensayando posibles excusas y
pucheros para ponerle al revisor, nos embarcamos en el tren con sentido
Plentzia y que fuera lo que Dios quisiera. Poco después, una amable señora nos
recomendaba algo de cajón, bajarnos en la de antes, asegurándonos que no habría
ningún problema.
Dicen que para hacer bien el amor hay que venir al sur, pero allí llegué a la conclusión de que si quieres que
sea con un guapo, tiene que ser con un chicarrón del norte. Los guapos están
ahí y esto es así. No llevábamos ni cinco minutos en el tren, cuando cuatro
apuestos yogurines surfistas se subieron en nuestro vagón. Qué alegría para mis
ojos, que daba gusto, jolines, tan altos, tan sanos, tan limpios, tan… hablando
de la marea alta y la baja.
“¿A qué playa vais?” – les solté
sin pensar, cruzando los dedos para que fueran donde nosotras y comenzar, por
qué no, una bonita amistad. “A Sopelana”- me contestó el más rubio. Vaya,
cuatro paradas nos separarían de ese acentico que restregggaba las ggges, de
esos bracicos, de tanta belleza sanota.
Tras media hora de trayecto
llegamos a nuestro destino y decidimos seguir a las masas, que caminaban cuesta arriba en contra de nuestra
voluntad. ¿Desde cuándo las playas están cuesta arriba? Pero claro, estamos
hablando de Bilbao, donde la gente sube montes sin rechistar. Tras varios resoplos,
encontramos una cuesta abajo, luego otra para arriba y finalmente otra para abajo
con curva antes de llegar a nuestra deseada y calurosísima playa.
Increíble. Allí hacía un calorazo
del quince y yo sin biquini. “¿De qué color llevas las bragas?”, me preguntó N
sugiriendo que luciera la ropa interior en su lugar. No le había contestado
cuando oímos unas carcajadas de una bilbaína que bajaba a la playa junto a
nosotras, menuda pillada. “Es que somos de Murcia y no imaginábamos…” Y resultó
que la chica había vivido en Fortuna un tiempo, nos contó, y prometió no
decirle a nadie lo de mis bragas.
La arena de allí es distinta, con
mínusculas piedrecicas que se te pegan y no te sueltan. Se estaba tranquilo porque, para ser sábado y hacer ese calor, no había mucha gente, y la que había
respetaba el espacio de separación con el prójimo y guardaba silencio de
espaldas al mar y en cuesta, que para eso seguimos hablando de Bilbao. Con una
toalla y un pareo improvisamos un lecho para las tres, cuesta abajo pero con la
mirada en el mar, pues al otro hilo sentíamos que nos bajaba la sangre a la
cabeza.
No duramos mucho, por lo que
pronto decidimos completar nuestra sesión de playa con una visita al
chiringuito. Éramos conscientes de que no nos entenderían si pedíamos una
marinera, un entierro, una pelea o una brisa, pero es que ¡tampoco vimos un
triste pintxo! Nos tuvimos que conformar entonces con unas patatas que no eran
las de la Torre, unas olivas en un vaso y un vermú de los de toda la vida. De
fondo sonaba música electrónica y confieso que eché de menos un poco de King Africa,
Pitbull o incluso Georgie Dann, que tanta modernez en un chiringuito tampoco
podía ser buena.
O sí, que de repente, el insulso
chiringo cambió de color. Unos suecos festivaleros llegaron y se sentaron a
nuestra vera. Y de lo que hablábamos antes, de lo guapos que son los chicos del
norte.
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