domingo, 20 de noviembre de 2011

Un completo


Hay veces que los fines de semana de una persona pueden salir redondos. Especialmente en Murcia y casi sin planearlo. Sin comerlo ni beberlo, y tan sólo con un par de amigos dispuestos, puedes entrar en una dinámica de buen rollo que dura cuatro días, como si se tratara de una boda gitana. Mi finde pasado me demostró esta teoría que hoy os expongo. 

Todo empezó el jueves, con el monólogo en el Bar Kennedy de nuestra cómica murciana más nacional, Raquel Sastre, que con sus chistes sembrados de ordinarieces nos alegró la velada a las Chicas de la Rueda y a mí. Nos hacía falta, que los jueves parece que vamos embotadas, y un par de carcajadas y algún que otro sonrojo vienen genial para relajar los músculos, liberar las tensiones de la semana y afrontar el viernes con otra cara. Aunque como si a mí me hiciera falta, cúchame. Aun así, me he apuntado en la agenda las fechas de los próximos monólogos.

El viernes por la tarde fui a la presentación del disco de los murcianos Analogic al Centro comercial Nueva Condomina. Llegué, cómo no, tardísimo, pero al acabar tuve tiempo de hablar con Juan, el cantante, al que le tengo un cariño especial desde hace años y al que le deseo mucha suerte, que suenan muy bien (muy de mi rollo, dice un amigo mío), y se lo merecen. Tras revolver varios libros y escuchar unos trescientos discos en uno de mis establecimientos favoritos, me metí en el cine a ver la peli de Anonymous, altamente recomendada para friqui-filólogos como yo. Y es que, fuera la película que fuera, sé que habría salido de allí con una sonrisa, que a mí lo que me hacía ilusión era ir al cine en sí, que por unas cosas u otras ya nos vamos, y es una pena.

El sábado me lo lió mi querida amiga M que, tras pasar un mes de viaje por Estados Unidos, aterrizó en mi casa para tomarse un café y regalarme varios kilos de chocolates y algún que otro imán para mi nevera. Tras cuatro semanas sin mi contertulia favorita, había que ponerse al día y también, como no podía ser menos, las botas, que nos montamos una merienda repleta de pecados inconfesables. No contentas con eso, nos fuimos a cenar al Ginkgo Biloba con el resto de la troupe. De ahí a El Perro Azul, a por la primera copa y creo que también la segunda, y de ahí al Mentidero, el cual aborrezco, pero por mis amigas lo llevo con resignación. Hasta que algún energúmeno me habla. O hasta que, haciéndose el gracioso, me entorpece el paso un maromo con su pecho depilado. O me preguntan si hablo inglés. (¿Qué frase es esa para entrarle a una tía? Yo contesto que no tengo ni idea, claro.) Sufro mucho en ese sitio, pero intento que no me arruine la noche, que también confieso que es entretenido contemplar cómo interactúa el personal.

Pronto pasó todo y se nos hizo la hora de ir al Musik a darlo todo bailando temazos. Y es que me encanta, especialmente la sala Jazz, donde pincha el dueño y suena la mejor música. Y se llena de gente feliz, libre, sin preocupaciones, gente que baila hasta que de repente se acuerda de que el reggae y los tacones de plataforma no hacen buena pareja.

El domingo hubo que dedicarlo a tener los pies en alto y preparar el cuerpo para la guinda de un fin de semana fantástico. Tocaba Anoushka Shankar en Cartagena y eso había que celebrarlo y jalearlo como se merecía. Así, con zapatos planos y un bindi en el tercer ojo me fui con I, M y A al Festival de Jazz de Cartagena, y con ese conciertazo, a ritmo de sitar y por bulerías, di por finalizada mi particular boda gitana.

Y pensar que no tenía yo mucha fe en este supuestamente deprimente mes de noviembre, y hay que ver qué finde más completo. Porque a eso me refería con el título de este artículo o… ¿qué esperabas?

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