Hay que ver lo tontas que nos ponemos algunas cuando llega un tío y nos llama guapas. Sea como sea, en un mensaje de texto o en persona, al saludarnos. Lo normal es que se nos ablande un poquito el corazón y en algunos casos hasta nos flojeen las piernas. Ahora bien, en la otra cara de la moneda está el cabreo que cogemos cuando otro tío, que hace tres años que no te ve, va y te dice que estás más gorda. Que seguramente tendrá razón, que será un amigo de toda la vida y existe esa confianza… Y sí, lo debería haber mandado al cacas o haber pasado de su cara, pero por lo que sea, ese tipo de comentarios nunca deja de afectarte.
Así, cuando se lo conté a mi amiga A, indignada me recordó que le tenía que haber contestado que sí, que nosotras estaremos más gordas, pero es que ellos están cada vez más calvos, lo cual hace que lo nuestro tenga una solución más fácil. O al menos esa es la teoría. Para yo adelgazar, para quitarme o disminuir uno de los pocos placeres de la vida de los que dispongo, el hincharme a comer, necesito una motivación que realmente me compense el esfuerzo y sacrificio. Y últimamente no la tengo, llevo un mes que no hay manera y encuentro todo tipo de pretextos para no ponerme manos a la obra. La principal excusa, para qué vamos a engañarnos, es que con eso de que el invierno viene frío, ven a mí, pan con chocolate, que quiero estar junto a ti.
Entonces vi la falda. Una mini chulísima de lo que llaman ahora pailletes pero que hasta hace un par de meses se conocía por lentejuelas. Pues la vi y me enamoré, tenía que ser mía, pero ¿a cambio de qué? No podía ser todo tan fácil. De repente me iluminé: ya tenía una motivación y un nombre para un nuevo objetivo: La Operación Minifalda. Y ahí que me la compré y me gustará apostar con alguien cuánto tiempo tardo en estrenarla.
Ideé un plan, pues. El propósito principal de la operación era perder de 3 a 5 kg, intentando atender a mi realidad, mis limitaciones y mis posibilidades. Dieta, ejercicio y cremas, ésa es la clave que leí en una revista tonta. Volver a correr y no faltar al gym. Los lunes fightbox, los miércoles step, y quizá algún jueves probar el fitball con la pelotica esa que tanto odio. Y así llegar al finde con un buen dolor de abductores, andando a lo John Wayne, como si hubiera estado toda la semana de hard session en hard session. (No hace mucho, con la dichosa pelotica entre las piernas, oí a una compañera del gimnasio decir: “Esto es buenísimo para la zona púbica… Bueno, la pélvica, que lo mismo es.”). Y estar en casa y acordarme de aquella crema de cacao y avellanas que compré en una panadería de Madrid. Sentir que me la merezco sobre una tostada cada vez que tengo agujetas o porque simplemente lo valgo, para más tarde comprobar que mis pantalones no han encogido, que no son ellos, soy yo.
Pensé también que noviembre era un buen mes porque no hay fiestas ni nada que celebrar. Creía que sería ideal para prepararme para ese tremendo mes de diciembre que empieza con los santos familiares y acaba como el rosario de la aurora... Hasta que le eché un vistazo a la agenda: Cena de Halloween el 31, comida porque es fiesta el 1, curso todo el día fuera de casa el 3, cena de amigas el 4, comida de cumple el 5, cena de las Maris el 10, cena americana el 12, capea el 19 o tal vez un arroz y licores en el campo, o unos gazpachos en Yecla...
No hay manera y debo ir aceptando mi destino: que estaré hecha una foca, pero es por un buen motivo. Tan sólo este viernes, al llegar a la cena de las amigas junto a mi querida C, embarazada de cinco meses, casualmente vestidas con un atuendo similar (ella versión minifalda), alguien soltó: “Ay, ¡vais iguales!”- a lo que tuve rápidamente que contestarle: “Sí, pero la preñada es ella”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario