domingo, 9 de septiembre de 2012

El placer ha sido mío



No hace mucho encontré por internet un artículo que enumeraba los diez placeres del verano. Uno por uno fui desmenuzándolos y, aun con variaciones, pronto me di cuenta de que, dichosa de mí, ya los tenía todos ticados y todavía quedaba mes de agosto.

De hecho, a día de hoy, el verano todavía no ha acabado, por mucho septiembre, mucha vuelta al cole y porque me niego a que termine ya y de una manera tan brusca. Por eso me he decidido a hacerle un repaso a esa lista, no sólo para poder recordar y saborear mis días de vacaciones, sino para ver si todavía hubiera manera de alargar alguno de esos placeres.

1. No hacer nada. Desgraciadamente ése se acabó de tanto usarlo, y me temo que hasta Navidad no caerá la breva de nuevo. Confieso sin embargo, que hubo un momento en agosto en el que hasta me enfadé conmigo misma por no hacer nada. Un sentimiento de culpabilidad y unas inexplicables ganas de septiembre me invadían junto a la pereza, la desidia y la abulia.

2. Desconectar. Lo hice aunque no se lo crea nadie. Muchas veces por obligación (las once horas de avión a Japón, por ejemplo) y otras por la pereza de la que hablaba antes. “¿Ahora encender el ordenador?”, “Paso de bajarme el móvil a la playa”, “¿Dónde narices estará mi cargador?”. Y querer estar a mi bola, para qué mentir.

3. Leer un buen libro. Pues voy por el segundo bueno. Nada más y nada menos que La vuelta al mundo en ochenta días. El siguiente, a la cola está, será el de mi profe María Dueñas.

4. Comer en un chiringuito. Ticado, pero no he abusado como otros años. Sí he variado, pues he probado chiringuitos bilbaínos, castellonenses y hasta gallegos. Sin embargo, en lo que a comer en la playa se refiere, ganan por goleada las ostras y el albariño que nos pimplamos en la playa de Cambados. Un lujazo que intentaré repetir otro verano. 

5. Echarse una siesta. Si por siesta entendemos la del calor, la siesta post-comilona, la de dos horas de duración, con baba y sueños incluidos, la de que te despiertas y no sabes si vas o vienes… ¿Esa? Sip. Hecho. Más de una.

6. Pasear. Me río cuando recuerdo cuando le pedí a mi profe del gym que me diera una tabla de ejercicios para el verano. Y también cuando me compré la esterilla para hacer abdominales en casa. Ilusa. Ni a correr he salido, que yo prefería pasear, preferiblemente de cháchara con amigos. Alguna caloría quemaría, ¿no?

7. Las fiestas del pueblo. Y con ello, sus conciertos, orquestas y verbenas. Flipé especialmente en las de Ferrol con la París de Noia, una orquesta tan alucinante que ni viéndolo es creíble. Sonidos electrolatinos en su esplendor, lo hortera hecho carne, un porno show con ropa ante mis propios ojos, que gozaba de auténticos fans entre el público.

8. Volver a ser niña. No he hecho castillos, ni me he enterrado en la arena, ni he montado en patín, ni en colchoneta… pero sí he bailado coreografías con las canciones del verano, Shakira, el Tacatá, el Chipirón, el temazo aquel de “Soy una taza, una tetera…”

9. Ver atardecer. Desde Getxo a Japón, de Castellón a Galicia, pasando por la Torre de la Horadada y el Mar Menor, pocos atardeceres se me han resistido.

10. La paella de los domingos. O arroz, como decimos los murcianos. De verduras de la huerta, con conejo y serranas, de pollo, de marisco, arroz caldero o a la piedra… Y en general una infleta a comer que no tiene nombre.

A estos placeres le añado los helados, la cerveza, las noches con amigos y las reuniones familiares. Es darle un repaso a la lista y sentirme tremendamente afortunada. 

¿Y tú? ¿Cuáles han sido tus placeres del verano? ¿Comes hoy paella?

La foto es obra y gracia de mi amiga J, que me hizo un book en Galicia que ni Paula Echevarría.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Bside 2012

Esta noche por fin tendrá lugar el Bside 2012. El que para mí será mi tercer Bside llega en un momento en el que no puedo tener más ganas de fiestaaa!!!

Cinco bandas que me encantan, cinco conciertos estupendérrimos que sé que me van a encantar.

Os los enseño, por si no teníais ni idea de quién toca, o plan para esta noche o teníais dudas acerca de si ir o no ir... Yo llevo toda la mañana como loca bailando.

A las 21, Jero Romero.



A las 22:30, Dry the River



Mis queridos Vetusta Morla, a los que veré, si no me equivoco, por 7ª vez, a medianoche:



A la 1:50 Fuel Fandango


Y para terminar, ya a las 3:20, los marchosos Zombie Kids

viernes, 7 de septiembre de 2012

Catamarán Olé


Si algo le tocaba la moral a F cuando estaba en la orilla de la playa jugando con sus hijos haciendo y deshaciendo castillos de arena desde prácticamente el alba, era que pasara frente a ella el típico barco con la cubierta a reventar de gente de farra, bailando, totalmente borrachos, felices y encima saludando. Ganas le daban de lanzarles el cubo, la pala y el rastrillo. Lo que no sabía F en aquel momento es que a finales de agosto tendría la oportunidad de resarcirse, que la vida le daba un respiro.

Un buen día, con motivo de que no hay motivo, mi prima C nos convocó a familiares y amigos a un crucerito marchoso por el Mar Menor a bordo de un catamarán. Siete horicas con comida, bebida y por supuesto, el gran DJ Barty, (Dj de cabecera de mi prima M), que en una fiesta como ésta no podía faltar.

Llegado el día, me planté milagrosamente puntual, pues la ocasión y las ansias lo merecían, en el Puerto de Lo Pagán. Y no era yo la única ansiosa, que en ese pantalán donde esperábamos nuestro barco se respiraba mucho buen rollo y expectación, aunque quizá por motivos diferentes a los míos. Pronto me di cuenta de que la gran mayoría de los que estaban allí eran padres jóvenes liberados de sus hijos. Habían dejado a los críos con los abuelos y se disponían, a estas alturas de la película, cuando ya casi se oía al Dúo Dinámico de fondo entonando “El final”, a disfrutar, según me decía uno de ellos, de su “primer día de verano”. 

Yo nunca había oído hablar del Catamarán Olé. Sí que sabía que por nuestra costa hay varios tipos de embarcaciones que puedes alquilar para celebrar eventos, pero nunca me había imaginado algo así. Nosotros éramos unos cincuenta, pues en el catamarán ese oficialmente caben cien personas. Verlo aparecer, con el sol de la mañana, entre las barquicas de Lo Pagán, era todo un espectáculo, casi titánico.

Por fin subimos e inmediatamente partimos entonando, no sé por qué motivo, el New York, New York de Sinatra. Pronto todo cambió a pachangueo veraniego y canciones muy de barco, o al menos eso me lo parecieron con un negrete en la mano, una bebida cubana que empezó a circular por allí tras las cervezas. Y aprovechando que eso no se balanceaba como cualquier otro barco, bailábamos. Estaba clarísimo, por mucha empanadilla que me comiera, que la cogorza estaba asegurada.

Pronto, una vez llegados al mismo centro del Mar Menor, muy cerca de la Isla del Barón, el Catamarán Olé fondeaba y nos dejaba una horica de baño, no sin antes advertirnos del código de colores medusil: las marrones no pican, las blancas sí. Y daban mucho asquito si lo pensabas mucho, pero el calor mandaba y al final daba igual, más acompañados estábamos.

El siguiente baño fue en el Mar Mayor. Más frío, más transparente y de un color azul oscuro alucinante. Un refresco perfecto para volver al barco y empezar con los gintonics de Goa, ginebra que ya fiché yo a las once de la mañana, en aquel pantalán. O los vodkatonics, que por supuesto alguien había ahí, como siempre, empeñado en ponerlo de moda. ¿No os dais cuenta de que lleváis meses insistiendo y nada? Así surgió un pequeño debate: ¿Vuelve el vodka? Entonces J soltó la respuesta más lúcida de la tarde: “No vuelve. Entra”.

De repente, tanta solemnidad fue interrumpida por DJ Barty al grito de “Soy una taza”. Como poseídos por el espíritu de los Cantajuegos, los papás y las mamás surgieron de la nada para, colocados frente al DJ, bailar la coreografía que tantas otras veces habrían bailado con sus hijos. Estaba perdida, y desesperada, buscaba un soltero que me comprendiera… A la segunda estrofa no tuve más remedio que unirme. “…una tetera, una cuchara, un cucharón”.

Acabé la fiesta tumbada en la lona que por la mañana me daba tanto miedo. Ya me daba todo igual, que enseguida llegaríamos a puerto. Qué corto se nos hizo, más de uno habríamos querido un bañico más, aunque hubiera sido rodeados de medusas.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Ey, chipirón!

En este día tan duro le dedico esta canción a todos los chipirones que vuelven hoy al cole...

También a los que la han bailado y cantado este verano, puede que a bordo de un catamarán...

A todos los que han comido chipirones, ya sea en Galicia o donde sea...

A todos los que dicen subir pa'rriba y bajar pa'bajo...

A mi amiga J por soportarme una semana...

Y a la camarera que, al decir yo "Ey, chipirón", me contestó "TODOS LOS DÍAS SALE EL SOL"


Arigato Gosaimas


En nuestras últimas horas en Tokio decidimos volver a Shibuya, al famoso cruce de los pasos de peatones imposibles que sale en todas las películas. Y es que había que verlo por la noche, que decían que es como Times Square pero en versión japonesa. Siendo más pequeño que en Nueva York (y qué no lo es), el dichoso cruce alucina a cualquiera porque parece que un pis-pás se junta todo Japón en un mismo sitio. Manadas de gente que aparecen de la nada atraviesan un cruce de dos grandísimas avenidas con calma, pero en el más absoluto desorden. Decidimos entonces repetir el truco que nos enseñó Yoshiko, nuestra guía, que era subir al Starbucks, y desde ahí, un primer piso, grabar con el móvil un vídeo donde, en cuestión de dos minutos se liaba pardísima.

Pero ése no fue el único vídeo que hice. No contenta con grabar el paso por el cruce desde las alturas, se me ocurrió filmar el caos desde dentro, grabándonos a nosotros mismos emulando a Samanta Villar en 21 días. Me sentía de lo más tecnológica, de lo más japonesa incluso, aunque sólo fuera para compensar el “exitazo” del día anterior en la Electric City, el distrito tecnológico de Tokio. Yo, que iba dispuesta a gastarme los yenes en una tablet molona, no conseguí hacerme entender con los dependientes del local, que no hablaban una papa de inglés y no me atreví a preguntarles sobre gigas y wi-fi por señas. Mi gozo en un pozo, pensé, pero no podía salir de esa tienda sin comprarme algo, aunque fuera una funda del móvil. Y eso hice, más bonica que na, para cuando me pregunten dónde me la he comprado.

Tras disfrutar del cruce desde todos los ángulos posibles, decidimos cenar en un sitio que, una vez más, Yoshiko nos había enseñado. Junto a Shibuya, fuimos a un centro comercial nuevecico con dos pisos enteros destinados a restaurantes de todo tipo. Días antes habíamos comido allí mismo en un restaurante de Okinawa, el cual me hizo una ilusión bárbara, pues me recordó a mi libro de inglés, donde se hablaba de esta isla cuyos habitantes gozan de una vida tan sana que les hace vivir más de cien años. El secreto de su longevidad, al parecer, estaba en su alimentación, por lo que, fuera lo que fuera, yo me quería pedir ración doble. Así llegaron las bandejas que elegimos por la foto con cinco cuencos que contenían diferentes alimentos inidentificables. El que más me llamaba la atención era unas tiras de algo que parecía calamar y que sabía a cacahuete y, más intrigante aún, crujía en el interior de mi boca con un extraño cri cri. Y debió ser mi cara de horror la que hizo que Yoshiko sacara su diccionario y me informara de lo que acababa de ingerir. Medusa, me señaló con una sonrisa orgullosa.

Estando solos P y yo decidimos no arriesgar más de lo debido en nuestra última noche, por lo que fuimos a un kaiten, uno de esos restaurantes donde la comida circula frente a ti en una cinta transportadora. Así, escogiendo plato tras plato, nos pegamos una infleta a sushi vergonzosa por una cantidad irrisoria. Al salir del restaurante, nos dimos una vuelta por la planta para ver los demás, y nos emocionamos al encontrar una taberna española que, como es típico en Japón, mostraba maquetas de sus platos en la entrada. A pocas horas de volver a pisar suelo español, nos maravillábamos ante las paellas, el jamón serrano o la tortilla de patatas.

Como estaba previsto, Japón nos fascinó y no dejó de sorprendernos en ningún momento. Desde avistar geishas y chicas Harajuku, hasta poder contemplar el gran Buda de Kamakura que salía en los álbumes de cromos de P, cumplíamos así el sueño de toda una vida de visitar un país que ya no nos parece tan lejano. Con cada reverencia, cada palabra indescifrable, cada sonrisa, los japoneses mostraban su mundo acercándose a nuestros corazones. Yo ya desde Murcia no puedo sino estarles agradecida por su infinita generosidad. 

Sayonara, arigato gosaimas!

domingo, 19 de agosto de 2012

Japan Free Guide


Fue en Madrid cuando, meses antes, P le contó a un colega suyo que en agosto tenía pensado viajar a Japón. El colega entonces, inmediatamente, le proporcionó los datos de contacto con su amigo Yoji, que vivía en Kioto, y estaría encantado de enseñarle la ciudad.

Tras mil horas de aviones y trenes, P y yo llegamos a Kioto, poco antes de las 15h. Con puntualidad japonesa, lo cual significa llegar antes de tiempo, Yoji ya nos esperaba en el hall del hotel, tal y como habíamos acordado con él en varios emails previos. Se trataba de un señor de unos setenta años, con sombrero, de cuerpo menudo y fibroso, y, aunque no mostró especial entusiasmo al vernos ni hablaba demasiado, a mí me pareció muy simpático. Y sobre todo organizado, que antes de empezar nuestra visita por la ciudad nos proporcionó una guía de Kioto confeccionada por él mismo, nos explicó cuál iba a ser nuestra ruta para los próximos días y hasta había hecho reserva a la mañana siguiente para ver el Palacio Imperial. Nunca nos explicó nada más a no ser que le preguntáramos, él simplemente se limitó a llevarnos a sitios y a gestionarnos los billetes de metro y autobús. 

A Yuki la conocí por la página del couchsurfing. Por fin le daba utilidad a esa web de la que mis amigas son tan fan. Se me ocurrió echar un vistazo a los residentes en Nara y así la encontré. Yuki, de unos cuarenta años, era tejedora de obis (los lazos de los kimonos) y accedió a enseñarnos su ciudad a cambio de paseo y conversación. Hablaba español porque había trabajado de voluntaria en Sudamérica y, para ser japonesa, era bastante dicharachera y hasta se partía de risa estilo nipón – cubriéndose la boca con la mano- cuando le contábamos nuestras primeras experiencias en su país.

Chiharu fue nuestra primera guía en Tokio, y nosotros sus primeros guiados. A ella la encontré en un sitio web llamado Tokyo Free Guide donde, una vez rellenas un formulario con tus fechas y tus planes, te asignan un guía gratuito. De manera totalmente voluntaria, Chiharu nos explicó cómo funcionaba el metro, nos llevo al mercado de Tsukiji, a un parque, a tomar el té, en paseo en barco por la bahía y finalmente al templo de Senso-ji, en pleno centro de Tokio. Y será la mentalidad esta española de querer sacarle beneficio a todo lo que hagamos, y más en los tiempos que corren, pero no pude evitar preguntarle qué mueve a una informática de treinta y tantos a hacer de guía gratis. Entonces me contó que llevaba años viendo a extranjeros perdidos por la ciudad y nunca se atrevió a acercarse a ayudarlos. Además, era una manera de practicar idiomas, conocer gente distinta y de, por qué no, disfrutar de Tokio acompañada, que al parecer la chica se sentía un poquillo sola (en una ciudad de 36 millones de habitantes).  

Yoshiko apareció a la mañana siguiente ataviada con una sonrisa y tres bolsos. De ellos, cual bolsón de Mary Poppins, salieron los planes del día, varios folletos de información turística, unos planos de metro, un termo con agua fresca para P y para mí y hasta un par de paipays para soportar mejor la que estaba cayendo. Yoshiko era nuestra madre en Tokio, que hasta nos hizo fotos con su cámara que, dos días después, cuando volvimos a quedar con ella, nos trajo reveladas.

“Estoy muy contenta”, decía Yoshiko al despedirnos en la estación de Yokohama, pero más contentos estábamos nosotros, pues ella le añadió una gracia especial a nuestro viaje a Japón. Y es que el beneficio de esta experiencia es claramente otro y es mutuo, y eso se veía en los ojos de los guías y en los nuestros cuando les explicábamos, por ejemplo, que en el Levante hay varios tipos de arroz.

¿Crees que algo así funcionaría en Murcia? ¿Te ofrecerías a acompañar a un guiri por tu ciudad gratis et amore? Aunque sólo sea por practicar idiomas, por conocer gente interesante o por ver probar a un japonés nuestro caldero del Mar Menor… Yo sí lo haría.

viernes, 17 de agosto de 2012

Gente desubicada

Hoy confieso mi último vicio. Un vicio saludable del que no me puedo desenganchar. Será que tengo síndrome de abstinencia sin el gimnasio, o porque, aun siendo tan de letras como soy, me chifla hacer cuentas, estadísticas, comparativas y recuentos. Se trata de una aplicación del móvil que, desde mi hombro y con ayuda de un GPS, hace un seguimiento de mis caminatas con mi amigo L. Y es que se nos va la olla. Empezamos a andar y andar por parajes cercanos pero en ocasiones desconocidos y, apretando el culo y los abdominales, nos hacemos una media de diez kilómetros así como el que no quiere la cosa. Entonces al finalizar, como premio, me dice las calorías que he quemado: seiscientas cuarenta y ocho, setecientas dos, setecientas treinta y cuatro… Y cierto es que dan ganas de recuperarlas jalándome un Big Mac, pero me contengo, pues sé que pronto me estaré cargando mis buenas intenciones con el aperitivico, el helado típico, o simplemente con los fines de semana.
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El fin de semana pasado se me ocurrió cambiar de ubicación. Otro vicio que tengo, que me fui con mi querida V a otro festival, el tercero en lo que va de año. El Arenal Sound tiene lugar en Burriana, junto a la playa y dura cinco días, pero nosotras sólo fuimos dos. Así, el viernes tarde, antes de llegar a nuestro hotel, se nos ocurrió echar un vistazo a los alrededores del recinto del festival para hacernos una composición de lugar. Tal y como nos sospechábamos, la media de edad, vista desde la carretera, no superaba los 25, pero eso no nos quitó las ganas de bailotear y canturrear con el mogollón de grupos que tocaban esa noche. O al menos ésa era a la idea.

A las 11 de la noche salimos de nuestro hotel hacia el festival con tiempo suficiente para llegar, aparcar y ubicarnos cerca del escenario correspondiente. Error. Era imposible encontrar un espacio en ese pueblo, y algo hacía que V y yo nos resistiéramos a dejar el coche en el quinto pino. Cegadas por la esperanza de encontrar milagrosamente un sitio maravilloso cerca de la entrada al recinto, conducíamos y conducíamos sin darnos cuenta de que el tiempo pasaba. Ya al borde de la desesperación, tiramos hacia el sur y acabamos en una carretera oscura que parecía llevarnos a ninguna parte. Marta, la voz de nuestro GPS, nos pedía indignada que diéramos la vuelta cuando nos fuese posible. Pero no lo era y hasta empezaba a dar canguelo, que yo ya me imaginaba a la niña de la curva apareciendo en una de ésas. De repente, una luz nos descubrió un pueblo en el que nos adentramos y, poco después, un bareto en un parque. “Bajémonos aquí y replanteémonos la situación”.

Casi sin hablar, simplemente dando sorbitos a nuestro granizado, pensábamos qué hacer sintiéndonos muy perdidas y muy patéticas. Tras dos horas sentadas en el coche habíamos acabado en Nules, en el chiringuito del pueblo, rodeadas de jubilados, donde ni siquiera sonaba algo de música. Pedazo de festival.

Una vez terminadas nuestras bebidas, decidimos dejar de ser tan princesas y aparcar donde buenamente pudiéramos. Rozaban las 3 de la mañana cuando por fin canjeábamos las pulseras tras haber atravesado horrorizadas un paseo marítimo que parecía la meca del botellón o incluso el mismísimo infierno. Efectivamente no pertenecíamos a ese lugar, estábamos desubicadas tal y como habían augurado nuestras amistades. “Treintañeras que van al Arenal Sound”, se carcajeaban los sarcásticos.

Sin embargo, al día siguiente, tras consultar los planes de mis amigos en las redes sociales pude comprobar que el que más o el que menos presentaba síntomas de desubicación. Desde treintañeros que emocionados acudían al concierto de Julio Iglesias en Los Alcázares, a otras amigas mías, madres liberadas y desatadas, que volvían a los bares de la Curva de Lo Pagán, quince años después.
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“Vos sos un desubicado”, que diría un argentino. “Me apuesto el meñique a que tú también”, le contestaría yo inmediatamente. Que aquí el que esté libre de culpa que consulte su GPS.

jueves, 16 de agosto de 2012

martes, 7 de agosto de 2012

I can't wait!

I can't wait to go back and do Japan
Get me lots of brand new fans
Osaka, Tokyo
Damn, you've got some wicked style

Dedicado a los amantes de todo lo japonés y también a todos los que, de vez en cuando, sufren un poquito de writer's block :)



lunes, 6 de agosto de 2012

Un amigo con barco



“¿Navega usted hoy?” me preguntaba por whatsapp mi amigo C una mañana temprano. “Ya sabes que yo vivo navegando, C, como la Niña Pastori”, chulica ahí. Pero C hablaba en serio, me preguntaba si me apetecía salir de “navegada bonica” con él y más gente en el barco de su amigo P. Y de eso que recién despierta parece que la respuesta sería que no. Por alguna razón extraña, mis neuronas durmientes se resistían a apuntarse a un bombardeo así de buena mañana… Pero qué pijo, pensé enseguida, ¿acaso tenía un plan mejor o una razón de peso para perderme algo así? ¿Cuántas ocasiones de barco se presentan en la vida? A mí pocas, así que me lancé. “Dime hora, C”. “Lo que necesites para ser Conch”. Y así fue, en na y menos, a pesar de padecer la carretera que va a la Llana a 20 km/hora tras una hilera de veraneantes, Conch estaba en la marina de Las Salinas de San Pedro, con actitud y un capazo que incluía todo lo necesario para pasar la noche en Marruecos si era menester.

Quede claro que yo no entiendo de barcos. Soy de las que llama cuerdas a los cabos, diferencia las velas por tamaños y pone sus propios nombres a los nudos. Haciendo algo de esfuerzo, y vergüenza debería darme, diferencio proa, popa, babor y estribor, pero de ahí ya no me saques. Ahora, con to y con eso, una cosa que sé seguro es que el barco de P es precioso, una auténtica pasada hecha velero de madera de teka.  Lo había visto en foto, en los periplos de P y C a las Baleares en pasados veranos, pero por fin esta vez, tendría el placer de poder navegar en él.

Así, cargados de cervecica fresca y otros manjares, partimos rumbo sur cuando el viento nos lo permitió, que menuda historia y menuda ciencia hay que ponerle. Menos mal que no me mareo, ni me da miedo el mar, que lo de navegar inclinado y casi tocando el agua es toda una experiencia no apta para débiles mentales. Pronto, una vez estabilizados, que no rectos del todo, C nos hizo de DJ y empezaba la magia a ritmo de mis adorados Coldplay y la murciana Alondra Bentley, que no podía estar más acertada: I feel alive sonaba surcando los mares y con el sol brillando arriba del todo.

Cuando llegamos a la Isla Grosa, aquello parecía un pequeño parque acuático improvisado. Varios barcos con familias fondeaban en un lateral y no paraban de saltar niños en bomba de todos ellos. A pesar del subidón de alegría que llevábamos en el cuerpo, decidimos buscar un lugar más tranquilo donde parar (¿atracar?), almorzar y poder ver mejor las medusas, dicho sea de paso. El Estacio fue el lugar elegido. P nos preparó unas catalanas que sabían a gloria, tras eso unas picotas e incluso un gintonic. Utilizando las velas como toldo me eché una siesta en la cubierta con pausas para volver al mar a refrescarme. Qué bien hice accediendo a la proposición de C, pensé deseando que no se acabara la tarde.

A la vuelta lo traje yo. O al menos me gusta pensar que así fue. P me dejó al mando de la patronera, vulgarmente conocida como el timón. Dándome P unas nociones basiquísimas de brújula y manejo de semejante trasto, me encargué de dirigir el barco de vuelta al puerto como buenamente pude mientras ellos se encargaban de recoger velas y atar cabos.

La entrada al puerto ya fue cosa de P, aunque ayudamos todos. Nos tocó un pantalán muy cercano a la entrada, por lo que éramos objeto de todo tipo de halagos de los viandantes y compis marineros. “Qué preciosidad de barco, por favor”.

Exhaustos, nos duchamos allí mismo y yo casi que me vestí de gala, pues la ocasión lo merecía. La cena fue en la misma marina, muy cerca de nuestro velero, en el Blue bar, donde llegamos a la conclusión que quizá, sólo por eso, sea uno de los restaurantes más románticos de la Región de Murcia

Mientras escribo esto, P y C están en Marruecos, a donde llegaron navegando. La próxima vez espero que no se vayan sin mí. ¿Tienes un amigo con barco?