Llego a Aduana a la hora de siempre, con las amigas de siempre, sentadas donde siempre, pero no sé por qué hay algo esta noche que es distinto. Para empezar las veo claramente desde la puerta, antes me costaba un poco más encontrarlas. Tienen un brillo diferente en la piel ¿nuevo maquillaje? Ah no, espera. Un momento. ¿A qué huele aquí? Es como un mezclete raruno entre licorería retestiná y personas. “Pues cuando encienden el aire acondicionado lo flipas”- me avisa mi amiga R. “Que es una peste horrible al tabaco de todos estos años mezclado con tubería sucia típica”. Mmm, delicioso, no puedo esperar a experimentarlo en mis carnes.
Y efectivamente empieza lo que me temía, que ahora, con la ley antitabaco, vamos a tener que olernos los unos a los otros. Las distancias cortas se alargan. Una nueva sinceridad para esta segunda década del siglo XXI, que ahora comenzaremos a diferenciar a los que se lavan de los que no. Los que usan desodorante de los que no, desde el primer hola qué tal. Qué bien, las feromonas funcionando a todo gas y acertando, por lo menos, en la parte física. Ya no habrá sorpresas desagradables ni alas pestosas de última hora.
Se acabó el “¿tienes fuego?” para entrarle a alguien, y el “se fue a por tabaco” se transforma en “se fue a fumar y no volvió”. Y será verdad, que seguramente fue porque conoció a otra en la puerta del bar, que es donde ahora se va a ligar realmente, que en estos tiempos fumar une mucho. “¿Qué tal ahí fuera?” – le pregunto a una amiga que fuma. “Pues nada, me he hecho una amiguita. Una mature aterrorizada porque sus hijos la han amenazado con chivarse si la pillan fumando”. Pobre. Como pobres también los vecinos ahora. Auguro que alguno, desesperado y desamparado, optará por salirse al balcón con una bolsa de pipas a poner la antena en las conversaciones de los posibles futuros amantes.
Aun así, por mucho que recapacito sobre ello, la ley antitabaco sólo trae ventajas. Ahora si eso, volveremos a casa con olor a fritanga de las cenicas en nuestras tascas o del kebab de madrugada. Sin embargo se acabó lo de airear abrigos, ducharse antes de dormir, el mechón de pelo pestoso aquel que te atacaba a la mañana siguiente al girar la cabeza, entre las sábanas que tenías que lavar sin falta… Lo que ahorraremos en lavadoras, jabones, champuses, y en definitiva, en agua, que nunca está de más.
Que cuando llegué tras mi primera noche de fiesta sin humos me pareció que eran las 2 de la madrugada por lo fresca y despejada que me sentía, pero eran ya las 4. Que me habría acostado con la ropa que llevaba porque todavía olía a mi perfume y mis brazos a mi crema. No me habían llorado los ojos ni estaba afónica como un perro.
Definitivamente es el momento de dejar de fumar. Me atrevo a afirmar que hasta dejará de existir el concepto de “fumador social”, ya que pierde su sentido el cigarro del café, el de la copa, el de las bodas. Decía F que lo suyo sería crear un Club de Fumadores Sociales que sólo abriera hasta las dos, y me sonó ya a algo totalmente desesperado y hasta carcundio, como lo de los Amigos de la Capa.
Yo espero sinceramente que dure para siempre. En Irlanda, tierra de pubs, funciona de maravilla desde hace tiempo y en Gotemburgo este verano fue algo que alabamos y agradecimos las cinco noches que pasamos allí. (En México por el contrario, he leído que quitaron la ley antitabaco porque la gente se largaba de los bares sin pagar diciendo "salgo a fumar y vuelvo"). Me preocupa sin embargo el verano, las discotecas, los bares abarrotaos y la peña sudando… Ay, espero que los fabricantes de jabones y desodorante tomen buena nota de esto.