domingo, 19 de agosto de 2012

Japan Free Guide


Fue en Madrid cuando, meses antes, P le contó a un colega suyo que en agosto tenía pensado viajar a Japón. El colega entonces, inmediatamente, le proporcionó los datos de contacto con su amigo Yoji, que vivía en Kioto, y estaría encantado de enseñarle la ciudad.

Tras mil horas de aviones y trenes, P y yo llegamos a Kioto, poco antes de las 15h. Con puntualidad japonesa, lo cual significa llegar antes de tiempo, Yoji ya nos esperaba en el hall del hotel, tal y como habíamos acordado con él en varios emails previos. Se trataba de un señor de unos setenta años, con sombrero, de cuerpo menudo y fibroso, y, aunque no mostró especial entusiasmo al vernos ni hablaba demasiado, a mí me pareció muy simpático. Y sobre todo organizado, que antes de empezar nuestra visita por la ciudad nos proporcionó una guía de Kioto confeccionada por él mismo, nos explicó cuál iba a ser nuestra ruta para los próximos días y hasta había hecho reserva a la mañana siguiente para ver el Palacio Imperial. Nunca nos explicó nada más a no ser que le preguntáramos, él simplemente se limitó a llevarnos a sitios y a gestionarnos los billetes de metro y autobús. 

A Yuki la conocí por la página del couchsurfing. Por fin le daba utilidad a esa web de la que mis amigas son tan fan. Se me ocurrió echar un vistazo a los residentes en Nara y así la encontré. Yuki, de unos cuarenta años, era tejedora de obis (los lazos de los kimonos) y accedió a enseñarnos su ciudad a cambio de paseo y conversación. Hablaba español porque había trabajado de voluntaria en Sudamérica y, para ser japonesa, era bastante dicharachera y hasta se partía de risa estilo nipón – cubriéndose la boca con la mano- cuando le contábamos nuestras primeras experiencias en su país.

Chiharu fue nuestra primera guía en Tokio, y nosotros sus primeros guiados. A ella la encontré en un sitio web llamado Tokyo Free Guide donde, una vez rellenas un formulario con tus fechas y tus planes, te asignan un guía gratuito. De manera totalmente voluntaria, Chiharu nos explicó cómo funcionaba el metro, nos llevo al mercado de Tsukiji, a un parque, a tomar el té, en paseo en barco por la bahía y finalmente al templo de Senso-ji, en pleno centro de Tokio. Y será la mentalidad esta española de querer sacarle beneficio a todo lo que hagamos, y más en los tiempos que corren, pero no pude evitar preguntarle qué mueve a una informática de treinta y tantos a hacer de guía gratis. Entonces me contó que llevaba años viendo a extranjeros perdidos por la ciudad y nunca se atrevió a acercarse a ayudarlos. Además, era una manera de practicar idiomas, conocer gente distinta y de, por qué no, disfrutar de Tokio acompañada, que al parecer la chica se sentía un poquillo sola (en una ciudad de 36 millones de habitantes).  

Yoshiko apareció a la mañana siguiente ataviada con una sonrisa y tres bolsos. De ellos, cual bolsón de Mary Poppins, salieron los planes del día, varios folletos de información turística, unos planos de metro, un termo con agua fresca para P y para mí y hasta un par de paipays para soportar mejor la que estaba cayendo. Yoshiko era nuestra madre en Tokio, que hasta nos hizo fotos con su cámara que, dos días después, cuando volvimos a quedar con ella, nos trajo reveladas.

“Estoy muy contenta”, decía Yoshiko al despedirnos en la estación de Yokohama, pero más contentos estábamos nosotros, pues ella le añadió una gracia especial a nuestro viaje a Japón. Y es que el beneficio de esta experiencia es claramente otro y es mutuo, y eso se veía en los ojos de los guías y en los nuestros cuando les explicábamos, por ejemplo, que en el Levante hay varios tipos de arroz.

¿Crees que algo así funcionaría en Murcia? ¿Te ofrecerías a acompañar a un guiri por tu ciudad gratis et amore? Aunque sólo sea por practicar idiomas, por conocer gente interesante o por ver probar a un japonés nuestro caldero del Mar Menor… Yo sí lo haría.

viernes, 17 de agosto de 2012

Gente desubicada

Hoy confieso mi último vicio. Un vicio saludable del que no me puedo desenganchar. Será que tengo síndrome de abstinencia sin el gimnasio, o porque, aun siendo tan de letras como soy, me chifla hacer cuentas, estadísticas, comparativas y recuentos. Se trata de una aplicación del móvil que, desde mi hombro y con ayuda de un GPS, hace un seguimiento de mis caminatas con mi amigo L. Y es que se nos va la olla. Empezamos a andar y andar por parajes cercanos pero en ocasiones desconocidos y, apretando el culo y los abdominales, nos hacemos una media de diez kilómetros así como el que no quiere la cosa. Entonces al finalizar, como premio, me dice las calorías que he quemado: seiscientas cuarenta y ocho, setecientas dos, setecientas treinta y cuatro… Y cierto es que dan ganas de recuperarlas jalándome un Big Mac, pero me contengo, pues sé que pronto me estaré cargando mis buenas intenciones con el aperitivico, el helado típico, o simplemente con los fines de semana.
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El fin de semana pasado se me ocurrió cambiar de ubicación. Otro vicio que tengo, que me fui con mi querida V a otro festival, el tercero en lo que va de año. El Arenal Sound tiene lugar en Burriana, junto a la playa y dura cinco días, pero nosotras sólo fuimos dos. Así, el viernes tarde, antes de llegar a nuestro hotel, se nos ocurrió echar un vistazo a los alrededores del recinto del festival para hacernos una composición de lugar. Tal y como nos sospechábamos, la media de edad, vista desde la carretera, no superaba los 25, pero eso no nos quitó las ganas de bailotear y canturrear con el mogollón de grupos que tocaban esa noche. O al menos ésa era a la idea.

A las 11 de la noche salimos de nuestro hotel hacia el festival con tiempo suficiente para llegar, aparcar y ubicarnos cerca del escenario correspondiente. Error. Era imposible encontrar un espacio en ese pueblo, y algo hacía que V y yo nos resistiéramos a dejar el coche en el quinto pino. Cegadas por la esperanza de encontrar milagrosamente un sitio maravilloso cerca de la entrada al recinto, conducíamos y conducíamos sin darnos cuenta de que el tiempo pasaba. Ya al borde de la desesperación, tiramos hacia el sur y acabamos en una carretera oscura que parecía llevarnos a ninguna parte. Marta, la voz de nuestro GPS, nos pedía indignada que diéramos la vuelta cuando nos fuese posible. Pero no lo era y hasta empezaba a dar canguelo, que yo ya me imaginaba a la niña de la curva apareciendo en una de ésas. De repente, una luz nos descubrió un pueblo en el que nos adentramos y, poco después, un bareto en un parque. “Bajémonos aquí y replanteémonos la situación”.

Casi sin hablar, simplemente dando sorbitos a nuestro granizado, pensábamos qué hacer sintiéndonos muy perdidas y muy patéticas. Tras dos horas sentadas en el coche habíamos acabado en Nules, en el chiringuito del pueblo, rodeadas de jubilados, donde ni siquiera sonaba algo de música. Pedazo de festival.

Una vez terminadas nuestras bebidas, decidimos dejar de ser tan princesas y aparcar donde buenamente pudiéramos. Rozaban las 3 de la mañana cuando por fin canjeábamos las pulseras tras haber atravesado horrorizadas un paseo marítimo que parecía la meca del botellón o incluso el mismísimo infierno. Efectivamente no pertenecíamos a ese lugar, estábamos desubicadas tal y como habían augurado nuestras amistades. “Treintañeras que van al Arenal Sound”, se carcajeaban los sarcásticos.

Sin embargo, al día siguiente, tras consultar los planes de mis amigos en las redes sociales pude comprobar que el que más o el que menos presentaba síntomas de desubicación. Desde treintañeros que emocionados acudían al concierto de Julio Iglesias en Los Alcázares, a otras amigas mías, madres liberadas y desatadas, que volvían a los bares de la Curva de Lo Pagán, quince años después.
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“Vos sos un desubicado”, que diría un argentino. “Me apuesto el meñique a que tú también”, le contestaría yo inmediatamente. Que aquí el que esté libre de culpa que consulte su GPS.

jueves, 16 de agosto de 2012

martes, 7 de agosto de 2012

I can't wait!

I can't wait to go back and do Japan
Get me lots of brand new fans
Osaka, Tokyo
Damn, you've got some wicked style

Dedicado a los amantes de todo lo japonés y también a todos los que, de vez en cuando, sufren un poquito de writer's block :)



lunes, 6 de agosto de 2012

Un amigo con barco



“¿Navega usted hoy?” me preguntaba por whatsapp mi amigo C una mañana temprano. “Ya sabes que yo vivo navegando, C, como la Niña Pastori”, chulica ahí. Pero C hablaba en serio, me preguntaba si me apetecía salir de “navegada bonica” con él y más gente en el barco de su amigo P. Y de eso que recién despierta parece que la respuesta sería que no. Por alguna razón extraña, mis neuronas durmientes se resistían a apuntarse a un bombardeo así de buena mañana… Pero qué pijo, pensé enseguida, ¿acaso tenía un plan mejor o una razón de peso para perderme algo así? ¿Cuántas ocasiones de barco se presentan en la vida? A mí pocas, así que me lancé. “Dime hora, C”. “Lo que necesites para ser Conch”. Y así fue, en na y menos, a pesar de padecer la carretera que va a la Llana a 20 km/hora tras una hilera de veraneantes, Conch estaba en la marina de Las Salinas de San Pedro, con actitud y un capazo que incluía todo lo necesario para pasar la noche en Marruecos si era menester.

Quede claro que yo no entiendo de barcos. Soy de las que llama cuerdas a los cabos, diferencia las velas por tamaños y pone sus propios nombres a los nudos. Haciendo algo de esfuerzo, y vergüenza debería darme, diferencio proa, popa, babor y estribor, pero de ahí ya no me saques. Ahora, con to y con eso, una cosa que sé seguro es que el barco de P es precioso, una auténtica pasada hecha velero de madera de teka.  Lo había visto en foto, en los periplos de P y C a las Baleares en pasados veranos, pero por fin esta vez, tendría el placer de poder navegar en él.

Así, cargados de cervecica fresca y otros manjares, partimos rumbo sur cuando el viento nos lo permitió, que menuda historia y menuda ciencia hay que ponerle. Menos mal que no me mareo, ni me da miedo el mar, que lo de navegar inclinado y casi tocando el agua es toda una experiencia no apta para débiles mentales. Pronto, una vez estabilizados, que no rectos del todo, C nos hizo de DJ y empezaba la magia a ritmo de mis adorados Coldplay y la murciana Alondra Bentley, que no podía estar más acertada: I feel alive sonaba surcando los mares y con el sol brillando arriba del todo.

Cuando llegamos a la Isla Grosa, aquello parecía un pequeño parque acuático improvisado. Varios barcos con familias fondeaban en un lateral y no paraban de saltar niños en bomba de todos ellos. A pesar del subidón de alegría que llevábamos en el cuerpo, decidimos buscar un lugar más tranquilo donde parar (¿atracar?), almorzar y poder ver mejor las medusas, dicho sea de paso. El Estacio fue el lugar elegido. P nos preparó unas catalanas que sabían a gloria, tras eso unas picotas e incluso un gintonic. Utilizando las velas como toldo me eché una siesta en la cubierta con pausas para volver al mar a refrescarme. Qué bien hice accediendo a la proposición de C, pensé deseando que no se acabara la tarde.

A la vuelta lo traje yo. O al menos me gusta pensar que así fue. P me dejó al mando de la patronera, vulgarmente conocida como el timón. Dándome P unas nociones basiquísimas de brújula y manejo de semejante trasto, me encargué de dirigir el barco de vuelta al puerto como buenamente pude mientras ellos se encargaban de recoger velas y atar cabos.

La entrada al puerto ya fue cosa de P, aunque ayudamos todos. Nos tocó un pantalán muy cercano a la entrada, por lo que éramos objeto de todo tipo de halagos de los viandantes y compis marineros. “Qué preciosidad de barco, por favor”.

Exhaustos, nos duchamos allí mismo y yo casi que me vestí de gala, pues la ocasión lo merecía. La cena fue en la misma marina, muy cerca de nuestro velero, en el Blue bar, donde llegamos a la conclusión que quizá, sólo por eso, sea uno de los restaurantes más románticos de la Región de Murcia

Mientras escribo esto, P y C están en Marruecos, a donde llegaron navegando. La próxima vez espero que no se vayan sin mí. ¿Tienes un amigo con barco?