Yo me habría quedado para siempre
en el mes de octubre. Lo pensaba el pasado jueves, haciendo repaso y balance
del mes, y recordando el sabor de esa refrescante mezcla de ginebra premium con
tónica de color rosa, frutos rojos y raspadura de limón de mano de buda. El Octubre rojo, que así se llamaba la
creación de los chicos de El Club del Gin Tonic, me había conquistado desde el
primer sorbo. Tanto es así, que me resistía a darle paso a la mezcla de
noviembre, que me miraba desde el otro lado de la barra. Qué necesidad había de
acelerar el paso del tiempo.
Y más para inaugurar un mes como
éste, el mes más triste de todos. November
Rain, la lluvia de noviembre, es el nombre del gintonic premium nuevo, el del
mes, y seguro que es un gintonic chulísimo. Sin embargo, por muy dedicado que
esté su nombre a los Guns N’ Roses, para mí evoca tristeza y “bebe para
olvidar”, que todo lo que sea noviembre me inspira la depresión más profunda. No
soy la única que lo piensa, que me avalan las estadísticas que dicen que noviembre
es el mes de mayor índice de suicidios. Que no está entre mis planes, ojo, pero
para evitar cualquier tentación y, tras haber pasado un primero de noviembre
más enfadá que un mono sin motivo aparente, me obligué a salir el pasado
viernes día 2, porque también la ocasión lo merecía.
El día de Todas las Santas, como
lo tituló mi amiga S, sería mi rayico de esperanza, mi luz al final del túnel
en este mes tan feo. Se trataba de una quedada de amigas, de ésas que ya no
ocurren tan a menudo ni tan fácilmente. Así, de trece amigas que somos, pudimos
juntarnos ocho, que tampoco está mal. Por goteo fuimos llegando al lugar de
encuentro y, mientras esperábamos una mesa, cerveceábamos y nos poníamos al
día. Pronto todas coincidíamos en lo
mismo: ¿Por qué no nos gustará noviembre? ¿Por qué será un mes tan cenizo? Quizá
porque lo empezamos hablando de muertos y calabazas, decía M entre risas, y
dicho y hecho, un desfile de Halloween trasnochado tenía lugar ante nosotras,
en el día de los Difuntos.
Fantasmones y ex novios que
creíamos muertos reaparecían cual zombis por aquel callejoncico murciano. No
habrá calles. Que encima había que ser simpática y saludarles, pues mira, a mí
en noviembre no me sale. Lo mismo en el 609, al que volvimos por los viejos
tiempos y, tal y como ocurría hace años, se nos acercó algún que otro vampiro
que, huyendo de la luz, buscaba cualquier excusa para tirarnos a la yugular. El
remate fue en la calle Pérez Casas cuando, entre el mogollón, divisé al último
que me dio calabazas en brazos de otra.
Ay, noviembre, pensé en la vuelta
a casa, mes compuesto de treinta días anodinos en los que parece que no pasa
nada y lo poco que pasa es un rollo. Como la llegada del invierno, que lo hace
de repente, sin otoño ni medias tintas. Un frío del quince sin avisar y sin
venir a cuento. Que por muy hasta el moño que estuviéramos del verano y del calor
(a mí no me miren), parece que nunca estamos preparados para la llegada del
frío. Yo misma, aunque ya los dedicos de las manos se me empiecen a poner
azules, o por mucho que ya pueda matar con el simple roce de un pie, me resisto
a sacar los jerséis y las lanas. Empieza el dilema de nórdico o mantica, de
calefacción o rebequica, de chaqueta o abrigo, de “voy a tener que ir al
trastero por el radiador”. Perezaca máxima, o como decía Giusy Ferreri en su
canción “Novembre”: “il mio corpo non si veste più di voglie”, o lo que es lo
mismo: mi cuerpo ya no tiene ganas de na.
Y así va a estar mi cuerpo,
decidí al girar las llaves en la cerradura de casa: sin ganas de nada y metidico
bajo una manta. Mientras, contaré los días para el próximo aliciente, resolveré
dilemas y planificaré mi nueva vida.
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