“¿Navega usted hoy?” me
preguntaba por whatsapp mi amigo C una mañana temprano. “Ya sabes que yo vivo navegando, C, como la Niña Pastori”, chulica ahí. Pero C
hablaba en serio, me preguntaba si me apetecía salir de “navegada bonica” con
él y más gente en el barco de su amigo P. Y de eso que recién despierta parece
que la respuesta sería que no. Por alguna razón extraña, mis neuronas
durmientes se resistían a apuntarse a un bombardeo así de buena mañana… Pero
qué pijo, pensé enseguida, ¿acaso tenía un plan mejor o una razón de peso para
perderme algo así? ¿Cuántas ocasiones de barco se presentan en la vida? A mí
pocas, así que me lancé. “Dime hora, C”. “Lo que necesites para ser Conch”. Y
así fue, en na y menos, a pesar de padecer la carretera que va a la Llana a 20
km/hora tras una hilera de veraneantes, Conch estaba en la marina de Las
Salinas de San Pedro, con actitud y un capazo que incluía todo lo necesario
para pasar la noche en Marruecos si era menester.
Quede claro que yo no entiendo de
barcos. Soy de las que llama cuerdas a los cabos, diferencia las velas por
tamaños y pone sus propios nombres a los nudos. Haciendo algo de esfuerzo, y
vergüenza debería darme, diferencio proa, popa, babor y estribor, pero de ahí ya
no me saques. Ahora, con to y con eso, una cosa que sé seguro es que el barco
de P es precioso, una auténtica pasada hecha velero de madera de teka. Lo había visto en foto, en los periplos de P
y C a las Baleares en pasados veranos, pero por fin esta vez, tendría el placer
de poder navegar en él.
Así, cargados de cervecica fresca
y otros manjares, partimos rumbo sur cuando el viento nos lo permitió, que
menuda historia y menuda ciencia hay que ponerle. Menos mal que no me mareo, ni
me da miedo el mar, que lo de navegar inclinado y casi tocando el agua es toda
una experiencia no apta para débiles mentales. Pronto, una vez estabilizados,
que no rectos del todo, C nos hizo de DJ y empezaba la magia a ritmo de mis
adorados Coldplay y la murciana Alondra Bentley, que no podía estar más
acertada: I feel alive sonaba
surcando los mares y con el sol brillando arriba del todo.
Cuando llegamos a la Isla Grosa,
aquello parecía un pequeño parque acuático improvisado. Varios barcos con
familias fondeaban en un lateral y no paraban de saltar niños en bomba de todos
ellos. A pesar del subidón de alegría que llevábamos en el cuerpo, decidimos
buscar un lugar más tranquilo donde parar (¿atracar?), almorzar y poder ver
mejor las medusas, dicho sea de paso. El Estacio fue el lugar elegido. P nos
preparó unas catalanas que sabían a gloria, tras eso unas picotas e incluso un gintonic. Utilizando las velas
como toldo me eché una siesta en la cubierta con pausas para volver al mar a
refrescarme. Qué bien hice accediendo a la proposición de C, pensé deseando que
no se acabara la tarde.
A la vuelta lo traje yo. O al
menos me gusta pensar que así fue. P me dejó al mando de la patronera,
vulgarmente conocida como el timón. Dándome P unas nociones basiquísimas de
brújula y manejo de semejante trasto, me encargué de dirigir el barco de vuelta
al puerto como buenamente pude mientras ellos se encargaban de recoger velas y
atar cabos.
La entrada al puerto ya fue cosa
de P, aunque ayudamos todos. Nos tocó un pantalán muy cercano a la entrada, por
lo que éramos objeto de todo tipo de halagos de los viandantes y compis
marineros. “Qué preciosidad de barco, por favor”.
Exhaustos, nos duchamos allí
mismo y yo casi que me vestí de gala, pues la ocasión lo merecía. La cena fue
en la misma marina, muy cerca de nuestro velero, en el Blue bar, donde llegamos
a la conclusión que quizá, sólo por eso, sea uno de los restaurantes más
románticos de la Región de Murcia
Mientras escribo esto, P y C
están en Marruecos, a donde llegaron navegando. La próxima vez espero que no se
vayan sin mí. ¿Tienes un amigo con barco?
3 comentarios:
Que envidia, que bien lo cuentas y sobre todo como lo cuentas, con esa gracia murciana, me quedo con eso de " llamar cuerdas a los cabos "; aún estoy riendo...
Mamen.
Gracias, guapa!
no, pero me gustaría
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