Me decía un amigo profe que esta
semana le había costado horrores la vuelta al trabajo. Y no es ninguna tontería, pues quizá, para los profes, esta haya sido la semana más dura del
año, al ser en la que más lejos quedan las siguientes vacaciones. Yo le doy la
razón en cuanto al lunes, que, con el cuerpo todavía arrastrando los excesos de
las fiestas y en especial la de todo el día tirá por la calle el sábado del
Entierro de la Sardina, me sentó como una señora patada en el estómago cuando,
al sonar el despertador y, con un ojo abierto y otro cerrado, hice un pequeño
recuento y maldije mi suerte. Hasta agosto madrugaré todos los lunes, que se
dice pronto pero son muchos lunes, y psicológicamente...
Psicológicamente, en mi coco, había
más por detrás que, tres días antes, otro tipo de realidad me había golpeado
más fuerte.
Sucedió la noche del jueves
anterior, cuando, por un error de cálculo, me quedé sin ir con mis amigos a una
barraca. Así, cené ya bastante tarde y solica en casa y, cuando me di cuenta,
eran las once y media pasadas. Ahí estaba yo, mirando el reloj de la cocina y
comiéndome mi pechuga de pollo casi a media noche. Me quedaban veinte minutos
para convertirme en… ¡un gremlin de 35 años! De repente paré de masticar y se
hizo un silencio ensordecedor. Mil pensamientos me venían a la cabeza, junto
con unas ganas de llorar tremendas. Enseguida, a modo de campanas de
Nochevieja, me empezaron a llegar mensajes de whatsapp y menciones en Twitter y
Facebook: “Feliz cumpleaños, Conch”.
En la vida me había sentado mal
cumplir años, pero los 35 se me estaban atragantando de mala manera. Al irme a
la cama pensé que debía ir aceptándolo: Ya soy una mature, y así lo anuncié en
Twitter. Al día siguiente no dejaban de llegarme, por todas las vías posibles,
montones de felicitaciones y buenos deseos, así como mensajes de ánimo. Con
especial cariño recordaré siempre los de un par de amigos cuarentones
simpáticos que, con frases del estilo de “Ahora viene lo interesante” y “En
cinco años comienza espectáculo”, intentaron hacerme cambiar de opinión
respecto a mi recién estrenada viejunez. ¿Qué espectáculo? – pensé. ¿La
menopausia?
Una semana después y tras varias
celebraciones (que es que yo, cuando me pongo, soy muy gitana), veo la cosa de
otro color. El cambio de chip, el clic, me llegó el domingo pasado, Día Mundial
de la Salud, mientras esperaba a L en la Plaza Belluga. Debió de ser la
catedral, la temperatura primaveral o la gente que vi pasar frente a mí. Además,
me acordé de lo que me contó M, que de pequeño, los 35 significaban para él
mediana edad por una mera conclusión matemática. Para alguien con mil neuras
como yo, y a la vez tan fan de empezar nuevas vidas cada dos por tres, sentí
que no debía desaprovechar la oportunidad que se me presentaba. Cambiar de vida
en el supuesto ecuador de la misma, que visto así no parecía ser demasiado
tarde.
Así, elaboré mentalmente una
pequeña lista de propósitos para, poco a poco, ser un poquito más feliz y, a la
larga, mejor persona. Analizando mis errores de los últimos tiempos, decidí en
primer lugar restringir el uso de las redes sociales y “la maquinica” (así
llama mi padre a mi móvil), y volver al cara a cara. Así, cuidar a mis amigos y
hacerles más huecos en mi agenda. Agenda con la que no perderé el tiempo
planificando cosas… que luego no tengo tiempo de hacer. De ese modo me dedicaré
más a cuidarme, mimarme y también a dormir más horas. Por último, aunque
difícil, intentaré ahorrar algo, me esforzaré en reírme todos los días y
prometo que nunca más volveré a comer nada pasada la medianoche.
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