Quiero a mis amigas con locura y
me encanta, por encima de muchas cosas, verlas, charlar con ellas de lo divino
y lo humano, y ya, si puede ser alrededor de una mesa, degustando maravillas
culinarias que ellas mismas cocinan, olvidándome del inevitable aumento de mis
lorzas y de mi abandonada operación bikini, mejor que mejor. Sobre todo porque
ya no tenemos tanta facilidad para juntarnos. Los maridos, los hijos, el
trabajo y los viajes nos obligan a hacer encaje de bolillos para encontrar un hueco
en la agenda y, cuando lo conseguimos, parece que sólo puede ser cena y en
viernes noche. Otra vez 800 gramos de regalo a la mañana siguiente, pa mí
solica durante las dos semanas que tardo en quitármelos. Al día siguiente, que no
fui yo sola, todas nos propusimos intentar quedar la próxima vez para aperitivo,
comida o merienda, que de grandes cenas...
Y ya no es sólo por los kilos, sino
también por salud mental, que he decidido que voy a dejarme las cenas
tranquilas en casas de amigas para cuando me jubile. Sonará tremendo, pero
siento que no tengo ni edad ni condición para quedarme las noches de los
viernes o los sábados encerrada en casa. Me da la claustrofobia vital y me niego
a que esto ocurra. Con esa sensación de estar desperdiciando mis fines de
semana y, en definitiva, mi juventud, me desperté el sábado pasado. Y es que, si
durante la semana me dedico a trabajar, ir al gimnasio, hacer recados y
gestiones a toda prisa, ¿cuándo se supone que disfruto de la vida? Si ya los
domingos los dedico a currar preparando la semana en vez de ir al cine o salir
a dar un paseo, ¿en qué se queda mi vida? ¿En un continuo esperar a que lleguen
las vacaciones mientras se me pasa la vida? Así, no. Aquella mañana de sábado me
sulfuraba dándole vueltas, así que decidí poner a Dios por testigo de que le
daría un giro a mi vida ya y que nunca más iba a comportarme como una viejuna
ermitaña, de ésas que viven solas, van siempre en bata y tienen gato.
Aun así, horas más tarde, el plan
de la noche parecía volverse contra mí y mis propósitos de giro. Con M enferma
en el último momento y la quedada con I y A para ir a la Filmoteca a ver Let it be, la noche del sábado amenazaba con quedarse en “una peli, una caña y nos
vamos”, y no lo podía consentir. Entonces los chicos, que propusieron plantarse
en la filmoteca con camisetas de los Rolling Stones para llevar la contra, me
dieron una idea. Yo aproveché y me puse la mía de Madonna, mi falda de tutú y
mi taconazo y, perfumada hasta las pestañas, me senté en mi butaca como si
asistiera un estreno. Yo lo llamo a eso actitud.
Al salir, me llevé a I y a A de
copas premium, que el Club del Gintonic presentaba su combinación del mes con
nombre de Aston Martin, Vanquish, en la Posada de Correos. Poco después llegó L,
que enseguida nos convenció de que había que cenar algo y, aunque recordé los
malditos 800 gramos, me hizo mucha ilusión ir por fin a De3en3. Llevaba meses
queriendo conocerlo, no sólo porque lo regentan unos amigos míos, sino por
todas las buenas críticas que he leído o escuchado. La cena, deliciosa y
divertida, en parte gracias a la compañía, me rechifló, desde el donut de
berenjena hasta la tarta del postre, momento en el cual aparecieron J y P, que
venían del teatro y decidieron unirse a nuestra ruta.
La siguiente parada fue en el
Café Ficciones, donde estaba teniendo lugar la fiesta God Save Queen, dedicada
al gran Freddy. Confieso que estaba feliz, de risas con mis amigos y recuperando
mi vida de chica de mi edad y condición, que sale de copas a lucir palmito.
El remate fue en Salitre 48,
donde la música me encanta y me hizo contar los días para el SOS. Una horica después, al entrar a mi casa, tuve
hasta que tuitearlo de la emoción que me embargaba: “Son las 3:45 de la mañana
y vengo de fiesta con los tacones en la mano. Así, sí.”
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