Esta semana comí con mi abuela, de 89 años. Ella no posee ya la noción de la edad de las personas, ha perdido la cuenta de los que somos y confunde las generaciones. En una misma tarde lo mismo soy su nieta que su prima, y aunque nos preocupa, a mí en parte me mola, porque a mis 33 años, mi estado civil podría parecerle cuanto menos… llamativo. Aun así, cada vez que estoy un ratico con ella, tarde o temprano acaba preguntándome si me he echado novio. “Qué guapa estás, nena”. “Sí ¿verdad? Y sola, abuela, y muy feliz”. Por un momento pensé que con eso sería ya suficiente. “¿No tienes ningún pretendiente, nena?”. “No, abuela, ¡son todos unos petardos!”- le medio-grité a la pobre para que me oyera bien. Entonces reaccionó con un pequeño ataque de risa con el que creí por un momento que no llegaba a los noventa. Asunto zanjado, pensé, aunque aquello a mí sí se me quedó en la cabeza un rato. Y es que a veces me da por pensar que a lo mejor es verdad que no queda nadie para mí, o tendré el listón demasiado alto, que los que hay no me gustan. O no me convienen y es verdad que son unos petardos. Así me consuelo y no me agobio, y paso a llenar mi cabeza con otros asuntos. Hasta la cena semanal con las Chicas de la Rueda (esta vez en María Sarmiento, un modesto y baratísimo restaurante en el lateral de la Plaza de Europa), donde salió el mismo tema. Si es que quedan, ¿dónde están los hombres que merecen la pena? ¿Debemos mantener la esperanza? Y es que a nuestra edad, de entre los posibles pretendientes, como diría mi abuela, lo mejor y lo que más frecuentemente encontramos es a desparejados, que aun pudiendo parecer lo ideal a priori, deberíamos tener mucha cautela y hasta intentar hacerles un tercer grado en cuanto podamos. ¿Cuánto tiempo hace de su ruptura? ¿En qué estadio de su soltería post-traumática está? Y como dirían Los Amaya: ¿qué es lo que quieres de mí?
Para más reflexión, el viernes en el tren me encontraba a una amiga que hace unos meses lo dejó con su novio con el que estuvo catorce años. Al preguntarle por novedades amorosas en su vida me contestaba sincera:”Para mí todavía es muy pronto”. Tras una relación larga, lo primero que intentamos todos es volver a ser nosotros mismos, preguntarnos quiénes somos, qué queremos, qué nos gusta hacer. Pero ¿cuánto se tarda en volver a ser uno mismo? Recuerdo hace mil años, en la fiesta de Navidad de la empresa en la que trabajaba, totalmente borracha y empuñando la copa de cava, me propuse pasar a la acción, pues consideraba, tan sólo cinco meses después de mi gran ruptura, que estaba preparada para volver al mercado. Me paró los pies mi amiga P, que con una especie de fórmula matemática me calculó que no lo estaba. En aquel momento no me hizo ni pizca de gracia pero años después le doy la razón, que la experiencia me dice que a veces ni siquiera doce meses son suficientes.
¿Y qué hacer mientras tanto? ¿Necesitamos un primer año de despiporre y otro de encontrarnos a nosotros mismos? ¿Cuándo se está preparado para dar y recibir? ¿Conocéis a alguien cuya primera relación post-divorcio, la del despecho, haya funcionado? Porque en ella se suelen buscar sólo mimos, ni dar, ni conquistar. Lo fácil, la primera persona que te diga ojos negros tienes. Y claro, al poco llegan las rupturas con el motivo de “tengo que volver a ser yo” y “quiero estar solo”. Y el primer impulso de la otra parte contratante será el de ofrecer ayuda y apoyo incondicional sin pararse a pensar si la relación realmente merece la pena, si convenía o si tenía aquello mucha pinta de tener futuro. Y es que, al cruzarnos con un desparejado ¿buscamos futuro o pasárnoslo bien? ¿Vamos al día o debemos mirar más allá? Qué complicado es todo. Comprenderéis ahora quizá que le suelte a mi abuela lo de los petardos para no confundirla más. Me imagino que en su época, donde había menos desparejados, todo sería mucho más fácil.