Se volvió loco. Empezó a no hacerme caso, a no responder a mis órdenes. A veces hasta se movía solo, de arriba a abajo, como poseído, hasta que incluso una mañana desaparecieron los iconos de la pantalla. Mi móvil, con menos de un año de edad, había muerto. Era el fin. Y yo sin pasta ni puntos, en plena cuesta de enero. Cabizbaja y sin albergar la mínima esperanza de encontrar un móvil decente, me dirigí a una tienda a estudiar mis posibilidades. “Pregúntale a un técnico primero”- me dijo sabiamente el comercial, no fuera a ser que tuviera arreglo. Así que eso hice, y el técnico, con tan sólo mirarlo, encontró la solución. “Es el software, necesitas actualizarlo”. Y rauda y veloz, sin pensar, le entregué mi móvil, y con él, sin saberlo, parte de mi vida. “Antes de nada ¿tienes algo que quieras guardar o apuntar”. No, pensé, los teléfonos estaban almacenados en la tarjeta así que… Adelante con la actualización, que se me quite esta ansiedad que me produce tener un móvil chalao. Y ahí que el chaval enchufó mi móvil a un cable mágico y tras cinco minutos de espera ya estaba que parecía otro.
Y es que efectivamente era otro. No había salido siquiera de la tienda que ya pude comprobar cómo había desaparecido mi currada configuración personal, la disposición de los iconos, e incluso (¡¿cómo puedo ser tan pava?!) todas las cosas que tenía apuntadas en el calendario: las fechas importantes, mi interminable lista de cosas que hacer, las citas (con el dentista, no lo flipéis). Para una mujer que vive pegada a su agenda era como sentirme desnuda e indefensa.
De repente, recibo una llamada de un número desconocido y lo cojo poniendo voz de mujer estupenda. “¿Cómo que “dígame”?” – la voz indignada de mi amiga G al otro lado. Entonces me di cuenta: ¡había perdido su teléfono! “Ni software ni hardware, tú has borrado mi número, cachoputa.” Al finalizar nuestra amigable conversación fui directa a comprobar mi listín de contactos. Efectivamente, había perdido todos los teléfonos apuntados en el último año. Así, sin pretenderlo, me vi haciendo balance del mismo, intentando listar a todas aquellas personas nuevas en mi vida, las nuevas amistades, los contactos del trabajo, los últimos maromos, recordando incluso todas esas historias frustradas con todos esos mataos cuyo teléfono no tuve la fuerza de borrar en su día.
Entonces, sin quererlo, sentí una especie de liberación. Y al mismo tiempo, una experiencia extra-corporal, pues soñé que los tenía a todos delante y les gritaba desde una montaña, con los brazos abiertos, dedicándoles una mirada perversa a cada uno de ellos: “¡Ya no tengo tu móvil!”.
Ahora no caeré en la tentación de mandar mensajes a tíos que no me quieren ni ver para preguntarles qué hacen el fin de semana. O esos de celos y despecho cuando sienta que un tío me ha abandonado por una más sonsa, más loba o más rubia. O uno de esos mensajes patéticos para recordarles mi existencia (“Me terminado el libro que me regalaste” “Voy a tu pueblo este finde”). Se acabaron los mensajes de plasta, de borracha, de resentida, de necesitada. Voy a dejarme querer, y el que quiera mejillones que se moje el culo. Sonará exagerado pero, con la tontería del software, siento que la vida me da una fantástica oportunidad de cambio.
Lo único que no me mola es que también he perdido el número del pelma aquél que me llamaba para nada. Ese elemento que sólo quería oír mi voz y lo único que hacía era respirar al otro lado del aparato, como los pervertidos. Ése al que no le cogía el teléfono y me llamaba desde el trabajo o desde el móvil de un amigo para pillarme. Yo los tenía todos almacenados, por supuesto (A1, A2, A3...) y ahora no los tengo.
No me mola ni eso, ni cosas como lo que me ha pasado hoy. Por favor, ¿alguien sabe quién me ha llamado a las 8:22 esta mañana? Es para darle las gracias.