Aquí me encuentro, mañana de domingo, con los treintayún años cumplidos y sufriendo una regresión a mi más tierna adolescencia.
Como una niña de 16 años y desde que no bebo alcohol, he descubierto que no disfruto cuando salgo de marcha si no es para bailar. Y como tal, que los bares en los que mejor me lo paso son aquellos en los que no solamente me gusta la música, sino que también tengo espacio y libertad para expresar mi arte y meneo de caderas. Vale, hay sitios como el 609 en los que a ciertas horas es imposible encontrar un huequito pa bailar, pero se hace lo que se puede, que además la música invita siempre. Otra cosa que tiene el 609 que me hace pensar que esto de mi regresión es un problema serio, son los cuencos de gominolas y nubes, que, de todos los vicios del mundo, es el que más me cuesta quitarme. Me recuerda a cuando estaba en 7º u 8º de EGB, que las salidas empezaban en la tienda de chuches de Centrofama, si es que no habíamos merendado antes en la Croissant House o el Pannekuker, (qué recuerdos más horribles cuando se está a régimen).
Pero no es del jale de lo que hablo hoy, sino de lo más grave de mi regresión, lo más gordísimo: ir a determinado bar para ver a determinado chico. Y más grave aún, que ese chico, el objeto de mi deseo, sea el disc jockey. Qué mal.
Ya iba yo a este bar y tenía fichado al DJ, y me encantaba tanto la música que ponía como su meneo de culillo al bailar. Pues de repente miro hacia atrás y veo que, desde Navidad, no dejo de pensar en sus pestañitas, y me doy cuenta de que tampoco he faltado un fin de semana a este bar para ir a mirarlo y tener mi “Momento Coca cola light” (¿Os acordáis de ese anuncio?). Ese momento en el que todo se silencia y suena de fondo…
I don’t want you to be no slave;
I don’t want you to work all day;
But I want you to be true,
And I just wanna make love to you.
Siento que estoy en una edad muy mala (¿la del pavo quizás?) y como, para dejar de pensar en el estrés semanal, recuerdo el rollo ese hippy de buscar el placer en las pequeñas cosas… Pues ahí estoy, que he descubierto que me conformo con mirar a un pavo con cascos mientras fantaseo con cosas no aptas para menores, al mismo tiempo que sofoco mi calentón con sorbos de coca cola light. Ay.
Sin embargo, la cosa se complica, que resulta que de un tiempo a esta parte el payo me habla. Pero no sólo eso, ¡que es que tontea conmigo! Pero bueno, que no pasa nada, que no cunda el pánico, pues eso entra dentro de su perfil profesional, está establecido en las funciones de su puesto (“El DJ deberá seguirle el rollo a todas las payuflas que se acerquen a babearle la barra”). Y de hecho todo eso yo lo llevaba bien, o eso creía. Hasta anoche, que de repente tuve una experiencia extracorporal y me vi la cara de pánfila desde fuera, totalmente embobada, riéndole las gracias al DJ. Me cabrea, que ya esta historia está traspasando el límite que hay entre mis fantasías y mi vida real y no puede ser. ¡No puedo colarme por un DJ! ¡A mi edad! Entonces me doy coscorrones contra la pared, porque además de que no me conviene, me han dicho que se zampa a su compañera de barra cuando yo no le veo. (Punto número 2 de las funciones de un DJ: tener contentas a las compis camareras).
Anoche no debió haberse despedido de mí como lo hizo, no es justo. Tengo hasta el sábado que viene para pensarme la estrategia que debo seguir… ¿Qué hago? ¿Qué haría una chica de 17 años? Mañana le pido consejo a alguna alumna mía.